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miércoles, 21 de octubre de 2009

Mi nombre es Lucas-- O son do Ar/ Luarna Lubre



Mi nombre es Lucas


Ahí estaba Lucas, sentado en su pupitre. Mirando al infinito, con ojos de adolescente de apenas 15 primaveras recién cumplidas.

Mientras tanto, en clase, sus compañeros no paraban de lanzarle todo tipo de objetos que acababan estrellándose en su cara o contra el encerado que colgaba a su espalda.

Su respiración era acompasada y serena. Las bolas de papel, los restos de tiza, un chorro de algún líquido que gota a gota aterrizaban en su cara, dibujaban un mapa de geografía desconocida en su camisa blanca. Todos vestían una camisa blanca, candidez alba interrumpida por la franja de una corbata roja.

Nada parecía inquietarle. Nadie parecía turbarle. Todo le daba igual. Había conseguido anestesiarse del rechazo, ya no sentía el dolor de la marginación. Su mirada seguía impávida en el infinito dibujando una sonrisa.

La escena pasaba como a cámara lenta delante de sus iris celestes. Su pelo rebelde se había rendido. Sus ojos habían dejado de llorar lágrimas de incomprensión. Sus manos abiertas sobre el pupitre, vacías, pálidas, insensibles, de hombre aún por hacer.

Las risas de aquellos bastardos, los insultos, se entrelazaban como humo, abrazándose en una macabra danza por el ambiente de la clase.

Recordó a sus padres, su pequeña hermana que a pesar de su corta edad se llevó alguna hostia intentando defenderle de las burlas de los barbaros. Las caricias de su abuela.

Dicen que antes de morir tu vida te pasa por delante como una sucesión de filminas superpuestas. Su película fue breve, aún no había sentido el calor de unos labios en su piel. Desconocía el amor de una adolescente marcado a cuchillo sobre el corcho.

Siempre obligado a callar. Siempre en silencio.

Pero hoy estaba decidido a hablar. Hoy todos iban a enmudecer. Hoy había llegado su momento.

Sonrió, mientras introducía el cañón de una Magnum que le robó a su padre, en la boca.

Silencio, sólo interrumpido por el impacto de un objeto papireo en su pecho.

Finalmente un estruendo que pintaba un gotelé de sangre y encéfalo en las caras de los demás. El sonido sordo del arma contra la madera del pupitre es lo último que recordarían de él.

Hoy, Lucas, habló definitivamente.


jueves, 24 de septiembre de 2009

Una historia de Mar-- Otis Redding/Sittin´ on the dock of the bay



A ella le gustaba sentarse en el muelle de la bahía y observar el mar. Podían pasar horas y ella seguía clavando su mirada en el azul. Un azul oceanico que a veces es azul cobalto, otras verde ceniciento. Esa atmosfera le imprimía una melancolía singular y se imaginaba barcos de madera que ondeaban la bandera negra de la calavera, otras veces eran embarcaciones que exhibían orgullosos sus velas de color blanco, como cóndores de mar. Le venían a la cabeza otros hombres que siendo hijos del agua se vieron obligados a darle la espalda al mar para acabar con sus huesos bajo tierra. Memoria de otros tiempos. De ti misma, cuando eras otra.
Ahora estas ahí, el mismo océano, el mismo muelle, saboreando el abrazo salitreo de mar, mientras tocas con tus dedos la tierra húmeda. Te sientes roca y miras al horizonte, que con su abanico de colores te recuerda que eres de sangre y mar. Lejos han quedado las órdenes judiciales, la busca y captura, los días del bis a bis. Miras al futuro, una ola baña tus pies, y sientes que por fin eres libre.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Tiempos de Guerra--- Dire Straits/ Brothers in arms


Recuerdo una historia que me contaba mi abuela, hace tiempo, en tiempos de guerra. Hoy, por los caprichos de las sinapsis neuronales o flash back`s me vino a la memoria mientras daba un paseo por mi ciudad.
Mi abuela Carmen, que el mes que viene cumple 85 años, cumplía 11 años el día en que acompañó a su madre al ayuntamiento a resolver algún asunto de papeles. Eran tiempos de guerra con bombardeos nocturnos, ruidos de botas por las calles, hambre y cartillas de racionamiento. Casas con la herida de las bombas a medio tejado. Como todas las ciudades de España en aquella época.
En el ayuntamiento se movían hombres que vestían correajes, empuñaban fusiles, liaban tabaco, entraban, salían o estaban parados en grupos. Recordaba el olor a sudor rancio, y el aspecto sucio y desalineado de aquellos hombres. Todo le parecía extraño.Sintió miedo. Su madre la dejó sola un momento, mientras caminaba al mostrador a solucionar sus cosas.
Algunos llevaban brazaletes con insignias, y se quedó hipnotizada por el brillo inmaculado del acero que adornaba, impoluta, el rifle de uno de los hombres que subía escaleras arriba. Pudo ver a otro hombre que la impresionó aún más. Era un tipo joven de unos veinte y pocos años, de mirada azul celeste, tez morena y barba de pocos días. Guapo asegura, guapísimo. Vestía una camisa blanca, pantalón ancho, alpargatas roídas en las punteras y las manos atadas a su espalda.
Cuando subía las escaleras, pudo observar que llevaba un parche en un ojo y una herida en el cuero cabelludo que dejaba un reguero de sangre en la mitad de su cara y parte del cuello. No era sangre roja, era de un color carmesí con tonos negros, seca, como una costra que le tatuaba parte del macizo facial.
Aquel hombre advirtió que la asustadiza niña le estaba clavando sus ojos inocentes, y al pasar a su lado, sin detenerse, la sonrió. Ella, asustada por la sangre, recuerda la camisa blanca de aquel joven. Inmaculada, salvo por algunos restos de sangre, recién planchada y pensó en la madre que le planchó la camisa y que seguramente le estuviera esperando en casa con un plato de comida.
La niña – la señora de casi 85 años después- recuerda aquel momento como si lo hubiese vivido recientemente. Recuerda que fue la primera vez que fue consciente de la sonrisa serena masculina de un hombre con hechuras de hombre. Sólo fue un instante, mientras el hombre seguía adelante custodiado por sus guardianes. Recuerda la sangre parduzca en su camisa blanca y sus manos amordazadas a su espalda.
Días después oyó a una vecina, que habían matado al hijo de la carnicera. Por curiosidad, pasó por la carnicería de aquella mujer y advirtió a una señora sentada en el quicio de la puerta vestida de negro, de la que colgaba un pañuelo arrugado y húmedo por su cintura. Observó las manos de aquella anciana, curtidas pero limpias y pensó que esas manos habían planchado la camisa de aquel apuesto desconocido que le regalo su última sonrisa.
La niña, la señora de casi 85 años, recordaba aquella historia que no pudo olvidar, que no quiso olvidar. No supo, ni sabrá, ni quiso saber, si a aquel hombre lo desenterraron en el año 40 o lo desenterraron ahora. Y que mas da. Nunca le vio la diferencia. Ella me decía, clavándome sus ojos dulces, que contrastaban con la cabellera que los años habían teñido de gris, que todos eran el mismo joven. Hubo muchos jóvenes con una camisa blanca y las manos atadas a la espalda.


domingo, 13 de septiembre de 2009

Pereza--Todo



El despertador marca las 4:32 de la madrugada e ilumina con un rojo tenue la habitación. Hace calor. Lágrimas de sudor dibujan de forma caprichosa la silueta de mi cuerpo. A mi lado estas tú. Sincronizo mi respiración con la tuya. Respiramos a la vez, acompasados, como si fuésemos el preludio de una obra de Prokofiev. Hace apenas dos horas cubrías mi cara con tu pelo y me jadeabas amor eterno entre espasmos. Me gusta decirte que nadie me lo hace como tú. Ya no queda ni rastro del hielo con el que jugabas a hacer círculos en mi espalda. En tu lado de la mesilla, restos de un vaso con chocolate líquido y mermelada de fresa. Pido a la imaginación que te devuelva a mi espalda, sentada a horcajadas, te veo soplándome la nuca y evoco la sensación de la fricción sobre mis nalgas.
Ya no respiramos al compás. Duermes desnuda, sudando, rendida. Acaricio tu dorso y juego a perder mis dedos entre tu pelo. Recuerdo la humedad de tus besos en mi cuello y un millón de gritos que terminaban en un espasmo. Recuerdo mis muñecas en las espalderas de la cama. Recuerdo tu hambre de príapo. Mis dedos recorren tu espalda y terminan separando tus nalgas como plastilina que se amolda a tu anatomía. Me recreo en la pelvis que hace un instante fue nuestra montura. Tu respiración se agita. Una gota de mi sudor resbala por tu pierna y humedece un espacio infinito y moldeado que termina en tus tobillos. Te empiezas a mover como un susurro. Acaricias tus pezones, bajas tu mano hasta el pubis, sientes una puñalada en tu entrepierna y entre dormida me dices: “fóllame otra vez”.


viernes, 11 de septiembre de 2009

Guns and Roses--November Rain


Descansa en Paz mi amor, rezaba la lápida del difunto. Apenas podía mantenerse en pie la apenada esposa, si no fuera por la ayuda de un sinfín de brazos que evitaban su desplome. Un arcángel gigantesco con cuerpo marfil, desplegaba sus alas inertes mientras parecía sonreír al infinito. El sacerdote a pie de tumba, terminaba su sermón y dibujaba con tierra la señal de la cruz sobre el ataúd. Los asistentes al funeral no podían creer cómo la vida podía terminar tan de repente. Por qué tuvo que probar el beso frío de la dama negra mientras traicioneramente te segaba la vida de un plumazo. Es lo que tiene el destino, que cuando menos te lo esperas se convierte en el sicario de la muerte. Perplejos, tristes, mudos en el dolor arropaban los allegados a la joven viuda. Ella repasaba su vida con él como en negativos de fotografía: su primer beso, una puesta de sol, escenas de sofá, los abrazos, más besos, sus ausencias a media noche, las sospechas, llamadas bajo número oculto en su móvil. Todo eso ya no importaba, porque a partir de ahora sólo queda el vacío. El forense, un apuesto doctor, amigo de la familia, firmaba en su informe que la muerte fue a consecuencia de un infarto. Ella agradeció su presencia en el entierro y se sintió reconfortada al sentir su mano sobre su hombro mientras el aroma de su perfume a caramelo la distraía del olor a resina de ciprés.
Tras la ceremonia, ella volvió a casa. Delante del espejo se fue despojando de su ropa. Su melena rubia y ondulada resaltaba unos ojos azules de mirada hechicera. Se vio guapa. Disfrutó de la imagen que le devolvía el espejo. Una gota de sudor le caía por el cuello marcando un sendero líquido que terminaba entre sus pechos. Respiró y pudo comprobar que el olor a arsénico parecía inapreciable en el ambiente. Limpió la marca de los labios de su difunto marido que dejaban huella en el vaso del baño, desde donde morían los últimos aromas al veneno. Algo se movió en su habitación, mientras oía una voz con olor a caramelo que le decía “ Te espero en la cama preciosa “

Green Day--Basket Case



Resultaba patética la imagen de aquel individuo entrado en años en medio de la cafetería. Solo, con la mirada perdida, escrutando a cada uno de los habitantes de las islas que formábamos el archipiélago del habitáculo. Sus sienes pobladas de canas bailarinas , las arrugas en la frente y unas manos toscas me hacían intuir que no tuvo una vida fácil. Vestía un atuendo claro que le cubría el torso a modo de maestro barbero, con un pantalón de pinza inglesa que escondía un cuerpo escuálido. Las miradas que no miraban de los demás, perplejas, alguna risa forzada, algún comentario a modo de susurro creaban una atmósfera de aparente normalidad enfermiza. Realizaba movimientos extraños y su marcha no parecía tener un destino concreto. Como el bamboleo de una hoja a merced del viento azaroso, se desplazaba, como levitando, de una mesa a otra. Llevaba un maletín del que no parecía querer desprenderse y un objeto emisor de una luz débil que parecía robado de un todo a cien. Pasaba de mesa en mesa alumbrando nuestras pupilas, como al azar, intentando buscar al ladrón que le arrebató la cordura. En algún momento me sentí entre incomodo y condescendiente con aquel pobre hombre. Jugaba a imaginarle. Intentaba adivinar si alguna arpía le habría dejado en la estacada, o si fue víctima del juego, los prostíbulos y el alcohol. Nadie parecía estar observando el espectáculo de aquel hombre solitario, perdido, extraño y loco. Empecé a sudar, sentía mi camisa como una coraza que me aprisionaba. Los calambres en mis piernas se adueñaban de mí, poco a poco, como un cáncer. Cuando una mujer vestida de blanco y cofia me introdujo una pastilla en la boca, mientras apenas pude leer la inscripción bordada en su bata..Unidad de Agudos- Servicio de Psiquiatría.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Marylin Manson--Sweet Dreams



Siempre se repetía el mismo sueño. El, sentado en un banco de la estación de metro, a punto de coger el enlace que le llevaría a su puesto de trabajo. Sabía que estaba soñando porque veía las cosas tras una atmosfera como de vidrio deslustrado. No reconocía a nadie en concreto y nadie parecía reconocerle a él. Todos parecían la misma persona. Una vez en el trabajo, los mismos espectros, la misma nebulosa. Su cosmos particular se empeñaba en flotar por su espacio visual. Las escenas vitales se continuaban, rápidas, como si de un comic se tratase. Realidad onírica desenfocada, constante y fantasmagórica. Sus amigos no interactuaban con el. Su familia tampoco. A pesar de levantar la voz, sus gritos quedaban ahogados en las olas de la nada. Y así se sucedía su cotidianidad entre nieblas, tonos de gris y fantasmas. En silencio. Vacio. Hasta que un día despertó, reconoció la claridad, abandonó la ceguera parcial y durante un instante disfrutó del azul, de la brisa y de la explosión de olores a primavera. Los entes habían desaparecido y pudo reconocer a su mujer .Sintió su caricia. Embriagado por haber salido de la pesadilla la quiso tocar y tembloroso se propuso acercar su mano al cutis suave de una niña de 15 años. Retuvo el impulso porque quería disfrutar de ese momento. Por un instante dudó. Quiso atrapar su mano, pero lejos de tocarla, la atravesó como quien atraviesa el agua y se dio cuenta de que estaba soñando.
Dulces sueños.